Las cigarras rompen los tímpanos en un lejano día de agosto y las gotas de sudor se camuflan con el chisporroteo de la cola de caballo al final del rio. Los veranos son crueles. Divertidos y felices al comienzo y esquivos y distantes cuando se acercan las despedidas. Alejarse con el verano y esperar el ansiado reencuentro con aquello que consigue que las carcajadas vuelvan a resonar en nuestras cabezas llenas de pájaros adolescentes.
Soñar que nunca hemos roto con nuestro pasado. Recordar que no podemos negarnos a olvidar aquello por lo que luchamos y por lo que hemos sobrevivido. Volver a ansiar y a anhelar cientos de bolitas de algodón que se posaban en el viejo árbol frutal. De repente la mirada fija en un punto imaginario… y encontrarse con días fríos y lluviosos. Inviernos bocabajo, pataleando en jardines de cristal. Berrinches y quebrantos. Trampas prefabricadas al final del día.
Elegantes taquicardias perdidas en el tiempo. Miradas disfrazadas niegan pasos en falso al los colibríes. Dulce mermelada de Soles deja deja ciega a la incrédula infancia. Agazapada en la esfera de la existencia, alcanza el tiempo para dejar de ser trivial. Carbonizarse ante la impávida e inmutable hipocresía. Proscrita, apóstata… la sociedad con cara de limón.
Envuelta en melodías y abandonada a la búsqueda de eslabones perdidos, al encuentro de lágrimas de cocodrilo. Abre los ojos y se encuentra superada por agujetas del color del estragón. Un fatal requiebro ronda por su chirriante mollera. Escupe con saña la ira, con una efímera sonrisa. Adapta su mente al inevitable presente. A la salida de la gran fisura, elegantes sonidos cantan nanas a las estrellas. Mientras tanto, el regusto del último trago de agua pura le deja en el paladar un embriagador aroma a hierbabuena que ya nunca volverá.
La realidad que Yuki Urushibara nos relata en “Suiiki” es la de miles de personas que debido al exodo rural tomaron la decisón de trasladarse a las ciudades, dejar toda una vida llena de olores reales, de texturas que rozaban con sus manos, pero también de sonidos que en la soledad de la inmensa naturaleza se convierten en un compañero más de viaje. Una travesía que no debería terminar. La industrialización y las necesidades de los que vivimos en las grandes urbes acaban por destruír aquello que se mantiene intacto. Acabamos ahogando las tradiciones a golpe de cemento. Olvidamos de dónde venimos y por que somos quienes somos en mitad de un enorme paso de peatones.
La autora ve a los protagonistas de su historia como a micronautas en galaxias mortales en medio de locuras púrpuras y bosques de bambú. Nos hace comprender que las ciudades son oscuras y que caminamos sin cesar por muros fríos y sombríos. En algún momento tendremos que volver a aquel verano lejano, aquel agosto feliz y reencontrarnos con aquello que veíamos distorsionado bajo el agua, con los ojos entrecerrados y casi cegados por la luz del atardecer.